La luna y
Mariela jugaban a las cartas aquella noche. Las calles silenciosas se extendían
bajo el balcón de la anciana y, de no ser por un par de luces en las ventanas
de sus vecinos, podría haber parecido que el barrio entero estaba dormido en
esos momentos. Mariela, con una manta fina tapándole los hombros y un té
humeante reposando junto a la baraja, conversaba con su amiga sin perder la
concentración en el juego cuando, de repente, se confesó:
- He conocido un hombre. Se llama Alfonso.
La luna al oírla sonrió.
La verdad es que la luna y Mariela se parecen bastante. Con sus reflejos platinos y la mirada sabia de unos ojos que han visto de todo pero, aun así, saben que quedan muchas cosas por conocer. Aunque se vieran cada noche, Mariela se pasaba los días sola en su casa llena de recuerdos colgados en las paredes o reposando sobre las estanterías. Daba igual el frenesí de las vidas de los protagonistas de las fotos a los que ella tanto amaba, en su salón siempre podrían tomarse un respiro protegidos por un marco que era capaz de congelar el tiempo. Pero, desde que salir a la calle estaba prohibido, los días parecían haberse congelado aun sin estar adornados por un marco. Los lunes eran jueves y los martes podrían haber sido sábados perfectamente. El invierno se convirtió en primavera sin que ella pudiera verlo y, de no haber sido por las llamadas de su familia felicitándola, se habría olvidado de su propio cumpleaños. Pese a todo, no se iba a quedar sin celebrarlo.
Decidió prepararse una gran olla de lentejas con calabaza. Después, el plato estrella: una tarta de cereza que había aprendido a hacer con su madre cuando todavía era pequeña. Así, antes de que el silencio de la hora de la siesta se adueñara también de su casa, rebuscó entre sus viejos discos de vinilo y rescató el que solía escuchar cuando preparaba esa tarta con su madre.
- Con música, la comida sabe mejor – solía decirle siempre y juntas comenzaron a incluir canciones entre los ingredientes de todos sus libros de recetas.
Al caer la noche, Mariela y su amiga cenaban las lentejas. A la luna le encantaron y se puso tan redonda que podría haberse caído en cualquier momento. Mariela, satisfecha, le explicó la receta paso a paso para que pudiera repetirla.
- No te olvides de Paul Anka mientras se cuecen. No sé por qué, a las lentejas les encanta.
Luego, mientras comían el postre, Mariela le puso la canción de la tarta a su amiga. Hacía más de veinte años que no la escuchaba pero fue como si las estrofas estuvieran bordadas en su memoria.
- Debo decir, que las cerezas del super no saben ni la mitad de bien que las del mercado. Tendrías que haberlas probado lunita mía, las que compré cuando conocí a Alfonso. Él no sabía qué fruta llevarse y yo le recomendé la bolsa de cerezas. Al día siguiente me lo encontré haciendo cola para llevarse una caja entera.
De eso hacía ya varias semanas. Había pasado de verlo todas las mañanas entre la fruta a recordarlo como si también fuera un bordado.
- ¿Puedes verlo, lunita? Si es así, quédate con él un rato. Yo te tengo a ti pero él no tiene a nadie. Si puedes verlo, cuélate por su ventana e ilumínale un poco el cuarto. Estoy segura de que lo harás muy feliz.
Mariela se quedó callada. Absorta en sus pensamientos con la tarta casi entera en su plato y una sensación de tristeza calentándose en su pecho. Estando encerrada, se fue dando cada vez más cuenta de lo mucho que echaba de menos a ese hombre indeciso de la frutería.
- A veces me da miedo pensar en lo que ocurre más allá de este balcón, lunita mía. Tú desde allí arriba seguro que sabes muchas cosas. ¿Están bien los gatitos de la parada de autobús? ¿Qué están haciendo Luisa y su marido ahora que su bar está cerrado? ¿Estarán bien ellos? Pero, sobre todo… ¿Puedes ver a Alfonso?
La luna, que la había estado escuchando atentamente, no sabía qué contestar para que su amiga volviera a animarse. Lo único que tenía claro era que a la tarta le faltaban las velas. Por eso, la luna dejó que un manto de nubes la ocultara y, aunque eso a la anciana la entristeció todavía más al principio, pudo ver cómo en esa oscuridad iban apareciendo decenas de estrellas centelleantes. Mariela sonrió y, aunque ya no pudiera ver a su amiga, sabía que estaba allí.
- Lunita mía cuando el mercado vuelva a abrir, prometo hacerte una tarta de cerezas en condiciones. Estoy segura de que a Alfonso también le encantará probarla.
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